Octavio Paz, en el capítulo “El mundo como jeroglífico” de la obra Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe, cita a Vitoria y explica que Hermes fue “grande en el Sacerdocio, grande en la ciencia de la Filosofía, y muy grande en la Teología”.
En su prefacio al Pimandro, uno de los tratados del Corpus hermeticum, Ficinio dice: “en los tiempos en que nacía Moisés, florecía el astrónomo Atlas, hermano del físico prometeo, abuelo maternal del viejo Mercurio, cuyo nieto fue Mercurio Trismegistro […] al que se ha llamado fundador de la teología.
Ficinio, dice Paz, atribuía a Hermes la invención de los jeroglíficos.
El sincretismo griego hizo del dios Thot, inventor de las artes y las ciencias, el Hermes tres veces grande (Trismegistro) de la tradición hermética. Los textos herméticos se sitúan, según Festugière, entre el primero y el tercer siglo después de Cristo, es decir, son claramente posteriores a Platón.
Así que los textos que se atribuían a los clásicos de los clásicos, no son más que obras posteriores a los griegos: “Para Festugière las ideas son esencialmente griegas, aunque el barniz sea egipcio.”
El siglo XVII es la línea de división entre este tipo de pensamiento y el de la modernidad. El hermetismo comenzó a declinar cuando, en 1614, un hugonote refugiado en la corte de Jacobo I, el helenista Isaac Casaubon, probó que el Corpus hermeticum pertenecía a los primero siglos de la era cristiana. El triunfo del pensamiento de Descartes y los avances de la física y la astronomía newtoniana precipitaron la ruina del hermetismo.